Siempre ha sido un juego de sentimientos entre el amor y odio, en algunos momentos muy ambivalentes y antagónicos aunque sin llegar a extremos exagerados. Con toda seguridad debido a las tradiciones que he mamado desde mi infancia.
Sólo ha
habido un año que no vinimos a Valencia por fallas. Fue cuando murió mi abuela
en Madrid. No exagero al decir que este suceso provocó entre mis padres un
motivo de divorcio, aunque no llegó a ser efectivo.
Las fallas
ha sido un motivo más de discusión entre la pareja. Las tradiciones valencianas
estaban muy arraigadas en mi padre, su deseo más íntimo era que toda la gente
de su alrededor viviera y compartiera el mismo gusto por la pólvora, el fuego,
la traca, vestirse de valenciana… Con sus hijos lo consiguió en gran medida
hasta la fecha.
Es curioso.
No recuerdo haber participado en ninguna tradición madrileña ni acudir a un
festejo típico hasta que no he sido muy mayor y he ido por voluntad propia.
Jamás me he vestido de chulapa, pero sin embargo, sí que “he sufrido” el
peinado de valenciana.
En estos
días donde la calle está llena de petardos, sigo “dando saltos” sobresaltada al
oír el ruido, aunque he aprendido a controlarlos, no me gustan pero al menos sé
su procedencia. Soy capaz de escuchar una mascletá entera.
¡Viva las fallas!